El atentado cometido por Fernando Sabag Montiel contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner produjo la conmoción política y social más significativa de los últimos años de historia democrática en Argentina.
También puso en primer plano la discusión sobre el contexto en el que se genera la posibilidad de un magnicidio; en ese marco, el debate sobre los discursos de odio aparece como uno de los factores para entender el extremo de violencia política representado por el ataque a la expresidenta.
Una de las definiciones más difundidas sobre los discursos de odio indica que se trata de acciones comunicativas que fomentan y reproducen la humillación, menosprecio y estigmatización de una persona o grupo de personas, respecto de su posicionamiento político, etnia, creencia o religión, entre otras condiciones personales o sociales.
No se trata, entonces, de expresiones sueltas en la opinión pública, sino de una difusión constante de rumores y creencias con el objetivo de crear un clima general de intolerancia. El fenómeno no es nuevo en Argentina; una de sus versiones más popularizadas es la expresada por el negacionismo, que pone en duda la cifra de 30.000 desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar.
Instalación de una verdad paralela
En la actualidad, y durante la última década, el señalamiento hacia Cristina Fernández de Kirchner y el peronismo en determinados discursos mediáticos, políticos y públicos se ha difundido bajo las características de los discursos de odio.
El punto de legitimidad que encuentran esos sectores es la existencia de causas judiciales que investigan a la expresidenta. De manera coordinada, periodistas y referentes políticos dan por verificado y asumido que Cristina Fernández fue responsable y creadora de una asociación dedicada a defraudar al Estado durante los 12 años de gobierno entre sus mandatos y el del expresidente Néstor Kirchner.
A partir de esa y otras supuestas verdades, hasta ahora no confirmadas por investigaciones basadas en pruebas, se construye una imagen demonizada de la dirigente política más relevante de las últimas décadas.
Las apreciaciones que se producen en torno a Cristina Kirchner no son juicios respecto de su gestión política o inclinación ideológica, sino de su integridad moral y de conducta en el manejo del poder. También son frecuentes las representaciones con altos niveles de misoginia y violencia simbólica hacia su condición de mujer.
Así, los discursos y sus interlocutores se refieren, a menudo y sin reservas, a la vicepresidenta como una persona que ha matado, robado y planificado restricciones sistemáticas de libertades individuales a la población. La agresión verbal, simbólica y física hacia ella se vuelven, en consecuencia, actos en busca de algún sentido de justicia.
Límites para la libertad de expresión
Los discursos de odio suelen disfrazarse, sobre todo en el marco del lenguaje periodístico o mediático, como producto de un ejercicio de la libertad de expresión o la independencia profesional. Bajo esa premisa, cualquier advertencia respecto a los efectos de una construcción discursiva peligrosa se considera un acto de censura o persecución.
Argentina cuenta con un marco normativo que regula los discursos de odio e intenta prevenir sus consecuencias. Tanto el Código Penal como Constitución Nacional, la Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención Interamericana de Derechos Humanos cuentan con artículos que prohíben de expresiones de incitación a la violencia contra personas, grupos e instituciones.
Sin embargo, el conflicto de derechos fundamentales que plantea el tema genera un escenario de indefinición en el que la producción, difusión y enunciación de discursos de odio no son acciones susceptibles de penalizaciones.
Por lo tanto, todo queda librado a la responsabilidad y acatamiento de personas e instituciones con influencia institucional, comunicacional y política.